Hasta los 25 años estuvo en el taller de su tío zapatero.
El 22 de julio de 1693 vistió el hábito capuchino en .el convento de la Palanzana en Viterbo como hermano laico.
El 22 de julio de 1694 emitió la profesión de los votos.
Desde 1694 hasta el mes de abril de 1697 reside en el convento de Tolfa.
Va a Roma por unos meses en 1697.
Desde 1797 hasta abril de 1703 reside en Albano.
Desde 1703 hasta octubre de 1709 habita en el convento de Monterotondo.
Desde 1709 hasta enero de 1710 es hortelano en Orvieto.
Desde 1710 hasta la muerte (excepto algunos breves cambios) es limosnero en Orvieto.
En los últimos meses de 1715 pasa por Bassano.
Desde la mitad de mayo hasta el final de octubre de 1744 está en Roma.
El 13 de mayo de 1748 es ingresado en la enfermería de Roma.
Muere en Roma el 19 de mayo de 1750, durante el Año Santo, a las 14,30 h.
Debido a la fama de santidad, se instruyó el proceso informativo en Orvieto y Roma durante 1755-1757.
El 7 de septiembre de 1806 fue beatificado por el Papa Pío VII.
Juan Pablo II lo declara santo el 20 de junio de 1982 (el primer canonizado por este papa).
Me he alegrado al saber que abraza de corazón las máximas santísimas que nos ha dejado nuestro amoroso Señor en el santo Evangelio; ahí se encuentra el camino seguro y cierto para andar según su santísima voluntad y también la ayuda para meditar en la vida y pasión de Cristo, que es escuela segura para no errar y practicar las santas virtudes. Y procure por su parte, tanto cuanto pueda, estar alegre en el Señor.
Crispín nació en Viterbo, en la calle del Bottarone, el 13 de noviembre de 1668; fue bautizado el 15 del mismo mes en la iglesia de S. Juan Bautista con el nombre de Pedro. La partida de bautismo nos da a conocer los nombres de sus padres: Marzia y Ubaldo Fioretti, y el del padrino, Ángel Martinelli. Ubaldo, que se había casado con Marzia, viuda y con una hija, era un artesano que dejará pronto la escena, dejando a Pedro huérfano en su más tierna edad, y a Marzia viuda por segunda vez. Su puesto lo ocupará su hermano. Francisco era un zapatero que le quería mucho, le llevó al colegio de los jesuitas y después lo tomó como aprendiz en su taller de zapatero.
Pedro vistió el hábito capuchino el 22 de julio de 1693, día de la Magdalena, asumiendo el nombre con el que es conocido en la historia de la santidad: Crispín de Viterbo, y al cumplirse el año de prueba, el 22 de julio de 1694, fue trasladado a Tolfa, donde permaneció durante casi tres años, hasta el mes de abril de 1697. Pasó a Roma, donde permaneció algunos meses. Desde 1697 hasta abril de 1703 moró en Albano, de donde pasó a Monterotondo; aquí permaneció casi ininterrumpidamente durante más de un sexenio, hasta octubre de 1709; se dirigió a Orvieto, donde fue hortelano hasta el mes de enero de 1710, cuando comenzó a ejercer el oficio de limosnero. Comenzaban así los cuarenta años de vida orvietana, interrumpidos por una breve estancia en Bassano (últimos meses de 1715) y en Roma (mitad de mayo - fin de octubre de 1744). Finalmente, el 13 de mayo de 1748, tuvo lugar la partida definitiva hacia la enfermería de Roma, donde murió el 19 de mayo de 1750.
Fray Crispín fue beatificado el 7 de septiembre de 1806 y, finalmente, canonizado el 20 de junio de 1982.
En un perfil biográfico de fray Crispín de Viterbo quedaría una laguna incolmable, si no se hiciese referencia a sus aforismos: dichos, sentencias, máximas, reflexiones o exclamaciones en las que él, como auténtico maestro, sabía condensar el jugo de sus más profundas convicciones y de sus sentimientos. [Estos aforismos tienen su gracia propia en italiano; por eso, en ocasión, al traducirlos, añadimos, algunas veces, el texto original italiano]. Hombre reflexivo y cortés, gustaba de las semejanzas y las imágenes. Sobre todo, sabía encontrar palabras y modos adecuados cuando tenía que hacer "advertencias" a personas de cualquier condición. Lo hizo notar con intuición feliz el hermano laico Domingo de Canepina, de 43 años, que depuso en los procesos: "Al dar sus santas advertencias, solía usar un modo dulce y cortés, bromeando santamente, y como dirigiéndose a una tercera persona para alcanzar mejor con prudencia su propósito...".
Algunos de los aforismos de fray Crispín continuaron repitiéndose. Dan fe de ello no solo los procesos canónicos, donde se refieren muchos, sino que también se escuchaban por las calles y en las casas. Tanto es así que un capuchino, el padre José Antonio de la Valtellina, predicando la cuaresma en los pueblos del Orvietano (Sugano, Torre, Sala y S. Venancio) creyó oportuno comentar los "dichos y máximas" de fray Crispín, y la gente iba para oírlos otra vez, porque estaba convencida de su eficacia. Citaremos algunos, sin pretender ser completos ni encuadrarlos en el contexto en el que fueron dichos, lo cual requeriría demasiado espacio.
Muchas veces, alzando los ojos al cielo, fray Crispín exclamaba: "¡Oh, bondad divina!". O bien, invitando a admirar la creación, decía: "¡Qué gran Dios, qué gran Dios!". Muchas veces gemía: "Oh Señor, ¿por qué todo el mundo no os conoce y no os ama?", y exhortaba: "Amemos a este Dios porque lo merece"; "Ama a Dios y no yerres, haz el bien y que digan lo que quieran"; amonestaba a los mercaderes: "Estad atentos, no hagáis trampas, que Dios nos ve". Y también: "El que no ama a Dios está loco"; "Quien ama a Dios con corazón puro, vive feliz y muere contento"; "Al que hace la voluntad del Señor, no le sucede nada en contra".
En tiempo de grave necesidad, exhortaba a confiar en la divina Providencia diciendo: "Pon en Dios tu esperanza, y tendrás toda abundancia"; "La divina Providencia prevé más que nosotros"; en dicha ocasión, al que le preguntaba cómo iba a proveer a las necesidades del convento, al que habían llegado siete estudiantes más, fray Crispín respondía "que no se preocupaba por nada, pues tenía tres grandes proveedores", que eran Dios, la Virgen y San Francisco.
Al oír tocar la campana para la oración, se despedía diciendo que "lo llamaba su Señor Padre", y a fray Francisco Antonio de Viterbo declaró: "Paisano, todo lo que hacemos, lo hemos de hacer por amor de Dios... Yo no alzaría ni siquiera una paja si no fuera por la gloria del Señor"; si hiciera otra cosa "sería mártir del demonio".
Eran frecuentísimas, en la lengua de fray Crispín, "sus santas máximas" sobre la Virgen, a la que llamaba "mi Señora Madre": "Quien es devoto de María santísima no se puede perder"; "Quien ama a la Madre y ofende al Hijo, es un falso amante"; "Quien ofende al Hijo no ama a la Madre"; "No es verdadero devoto de María quien disgusta a su divino Hijo ofendiéndole". Y hacía repetir: "María santísima, sed mi luz y protectora especialmente en la hora de la muerte". Cuando le pedían que rezase a la Virgen en casos graves (ordinariamente pedían milagros) decía: "Déjame hablar un poco con mi Señora Madre, y luego vuelve"; o bien: "Enviaré un memorial a mi Señora Madre, y después veremos la contestación"; y no siempre la contestación era la deseada, como en el caso de Francisco Laschi, al que dijo: "Mi Señora Madre no ha firmado el memorial que he presentado para obtener la salud" de tu hijo.
Son muy numerosos los dichos referentes a los novísimos. Fray Crispín realiza cada acto a la luz de la eternidad, que será gozosa o terrible, según como se haya vivido. A sor María Constanza anuncia el próximo e imprevisible fin con las palabras "Quien nace, muere". A quien estaba apegado a las vanidades del mundo recordaba: "Cada día tenemos uno menos". Animaba a los enfermos y atribulados diciendo: "El padecer es breve, pero el gozar es eterno", o bien: "Tanto es el bien que espero, que toda pena me alegra"; "Dios me lo ha dado, Dios me lo quitará: hágase su santísima voluntad". A quien le compadecía por sus sufrimientos, respondía alegremente: "¿Cuándo quieres padecer por amor de Dios, cuando estés muerto?", o bien: "Eh, ¿queremos comenzar a padecer cuando estemos en el agujero?", refiriéndose a la fosa del cementerio. Más frecuentemente decía: "Al paraíso no se va en carroza"; "El paraíso no está hecho para los ociosos"; "Al paraíso no se va en pantuflas".
Al pensar en el infierno solía exclamar: "Oh eternidad, oh eternidad", aunque estaba convencido de que "hay que hacer más esfuerzo para ir al infierno que para alcanzar el paraíso con obras santas"; y añadía: "La muerte es una escuela para que vuelvan en razón los locos que se apegan al mundo". Y él ayudaba a los locos que encontraba a que volvieran en razón. A los mercaderes les decía: "Tened en cuenta que Dios ve el contrato y la ganancia"; a uno que se dirigía a ciertas casas, dijo: "Estás a tiempo de cambiar de camino si quieres cambiar tu suerte en el cielo y en la tierra". Y también decía: "Las cosas mundanas no llevan a Dios", "El avaro está condenado". Pero con más frecuencia trataba de infundir confianza. A quienes le preguntaban si se iban a salvar, "en seguida respondía que, si tenían esperanza de salvarse, se salvarían"; "decía siempre que la misericordia de Dios es infinita"; "La misericordia de Dios, señora, es grande. Líbrese de las malas costumbres con una buena confesión"; "La potencia de Dios nos crea, la sabiduría nos gobierna, la misericordia nos salva". A la señora Paula Schiavetti, angustiada por los escrúpulos, dijo: "Cuando el hombre pone de su parte todo lo que sabe y puede, en lo demás debe abandonarse en las manos misericordiosas de Dios".
Especialmente numerosos también los dichos de fray Crispín sobre la vida religiosa de los capuchinos, de la que exclama: "¡Cuánto debemos al Señor, que nos ha llamado a la santa religión!". En ella sirvió llevando la alforja y los odres, que eran "su cruz", "pero ¡cuánto mayor era la de Cristo!". En más de una ocasión dijo que la cruz de los religiosos "era de paja en comparación de la de los seglares; y las cruces que llevaban los seglares, aunque fuesen de hierro, no tenían ni punto de comparación con la que llevó" Cristo. Por eso tenía una visión más bien pesimista de la vida religiosa tal como se vivía en su tiempo. Quería que fuera comprometida, austera y llena de obras. Solía repetir: "Hijitos, obrad mientras sois jóvenes, y padeced animosamente, porque cuando uno es viejo solo queda la buena voluntad". A pesar de ser tan cuidadoso al "advertir", cuando se trataba de religiosos se dejaba de imágenes y alegorías. A fray Francisco Antonio de Viterbo, que se había enfadado con el guardián, dijo sin rodeos: "Paisano, si quieres salvar tu alma, has de observar estas cosas: amar a todos, hablar bien de todos y hacer el bien a todos". A otro sugirió: "Si quieres vivir contento en la comunidad religiosa, entre otras cosas tienes que observar estas tres: sufrir, callar y orar".
Era especialmente severo con quienes iban contra el voto de obediencia. Amonestaba: "Quien no obedece es un alma muerta ante Dios y el padre San Francisco, y un cuerpo inútil para la religión"; "se parece a un joven sin juicio, mentecato y turbio en una familia, que solo sirve para inquietar y molestar a los otros y enredar"; "es como un cuerpo muerto en una casa, que solo sirve para apestarla con su hedor".
Exhortaba a ayudar a los pobres que se presentaban a la puerta, y decía que Dios proveería en abundancia "cuando tuviéramos abiertas las dos puertas, la del coro para mayor gloria de Dios, y la de la portería en beneficio de los pobres"; y también: "la puerta mantiene el convento".
Fray Crispín era exigente con los religiosos, pero no pesimista con la Orden: consideraba una gracia grande poder servir a Dios en ella. Cuando veía a un niño orvietano, Jerónimo, hijo de Magdalena Rosati, le predecía que sería capuchino, cantándole: "Sin pan y sin vino, hermanito de fray Crispín" (Senza pane e senza vino, fraticello di fra Crispino). El chico se hizo fraile con el nombre de Jacinto de Orvieto y murió siendo clérigo en Palestrina, cuando acababa de cumplir veintiún años, en 1749.
Pero hay también toda una serie de aforismos en plena sintonía con el carácter de fray Crispín. Con ellos bromea alegremente sobre hechos y situaciones no pocas veces penosos, con un inagotable sentido del humor. Al tendero orvietano Francisco Barbareschi, atormentado por la gota, fray Crispín le invitaba ingeniosamente "a tomar el asta de Aquiles, es decir, la azada, y a trabajar en la villa Crispiniana, llamando así a su huertecillo, en el que sembraba la verdura y plantaba las hierbas para los bienhechores". Ardiente como un latigazo en la cara fue la respuesta dada a otro que le pedía la curación del mismo mal: "Vuestro mal es más de avaricia que de gota, porque... no pagáis a quien debéis: vuestros obreros y criados lloran...". A la princesa Barberini, que quería ver curado a su hijo Carlos, respondió: "Eh, ¿no te basta que cure en el Año santo?... Eh, ¿quieres coger al Señor por los pelos? Hay que recibir de Dios las gracias cuando Él quiere hacerlas". A Cosme Puerini, que le disgustaba dar de limosna una garrafa de vino bueno, Crispín le dice: "Eh, ¿es que quieres hacer el sacrificio de Caín?". Después de que un capuchino se había librado milagrosamente de la muerte cuanto trataba de atravesar un río en crecida, fray Crispín canturreó: "Turbia la veo, turbia la dejo; soy un gran loco, si atravieso" (Torbida si vede, torbida si lassa; son un gran matto, se si passa).
Fray Crispín se veía obligado frecuentemente a hablar de sí mismo... para ayudar a los otros a hacerse una idea de él más ajustada a la verdad. Por lo menos así lo creía él, que gustosamente hacía eco a los que le denigraban diciendo: "soy peor que el acíbar, del que se puede sacar un poco de jugo, pero de mí, ¿qué pueden sacar?". Para evitar las alabanzas y la admiración, fray Crispín solía acudir a imágenes y comparaciones. A quien le decía que no echase a perder la sopa con ajenjo, respondía: "Todo lo amargo estimadlo" (Ogni amaro tenetelo caro), o bien: "Este ajenjo no es según el gusto, sino según el espíritu". A quien lo compadecía cuando lo veía caminar bajo la lluvia le decía: "Amigo, yo camino entre las gotas", o bien sacaba a colación a su "sibila", que le sostenía "el paraguas sobre la cabeza" o "le llevaba sus pesadas alforjas".
Cuando fue a visitar al cardenal Felipe Antonio Gualtieri, éste le preguntó por qué para aquella ocasión no se había puesto un hábito y un manto un poco mejores. Y Crispín "como tenía por costumbre respondió con una de las suyas estirando el manto, que brillaba por todas partes, queriendo indicar que estaba desgastado y era el que tenía". Al que lo ensalzaba por sus milagros decía: "Vaya, ¿de qué os extrañáis? ¿Es un novedad que Dios haga milagros?"; "¿Es que no sabes, amigo mío, que San Francisco sabe hacer milagros?". En Montefiascone gritaba a la gente que le recortaba pedazos del manto como reliquias: "Pero infelices, ¿qué hacéis? ¡Mejor haríais cortándole el rabo a un perro!... ¿Estáis locos? Tanto ruido por un asno que pasa. ¡Id a la iglesia a rezar a Dios!".
La humilde bestia de carga aparecía frecuentemente en los dichos de fray Crispín, y en sus palabras no había nada de artificial. Un día dijo al padre Juan Antonio: "Padre guardián, fray Crispín es un asno, pero el ronzal que lo guía está en vuestras manos; por eso, cuando queráis que camine o que se pare, tiradle o soltadle el ronzal". Cuando pedía ayuda para ponerse a la espalda la alforja, "alegre y jovial decía: Carga al asno y ve al mercado". Y al que le preguntaba por qué no se cubría la cabeza cuando llovía o había sol, respondía "graciosamente: ¿No sabes que el asno nunca lleva sombrero? ¿Y que yo soy el asno de los capuchinos". Pero algunas veces añadía con seriedad: "Sabes por qué no llevo la cabeza cubierta? Porque considero que estoy siempre en presencia de Dios".